miércoles, 8 de septiembre de 2010

Capítulo Uno

Rafaella mira por la ventana. Está sentada en la vieja silla hamaca mirando como caen las gotas de lluvia desde ese quinto piso, para finalizar en un estallido conjunto, que ella, serena, escucha como resoluciones de un perfecto arreglo sinfónico. Mira la ventana porque la lluvia la moviliza. Ese fenómeno natural e inevitable, tan típico, y con tanta fuerza como para hacerse protagonista, parte de la escena porteña. Los gotones estrolados contra el asfalto se unen al ruido de los autos que mueven las aguas para circular por las calles, mientras el vecino, que camina apurado y sin mirar porque no lleva consigo un paraguas, pisa una baldosa floja y empapa sus pantalones, a lo que sigue una puteada y un acelere del paso, quedando el charco atrás. Luego se suman el chillido de una ambulancia, el pánico colectivo de un accidente fatal de tránsito, y una paloma que se hospeda en la esquina del gran ventanal en resguardo del agua. La ciudad sigue su movimiento, en conflicto con la lluvia que llegó para molestar hasta cansarse. Ninguna de las dos parece adaptarse y aumenta cada vez más la tensión. Qué ciudad fantástica, piensa, la incomparable Buenos Aires.
Esa lluvia es ideal para un día como hoy, primer aniversario de la muerte de la abuela Ada y día en que se dispone, entre el recuerdo y el duelo, a trabajar con los tangos que le tocan cantar la semana próxima en un anfiteatro. Esta noche va a ir a ver a Mederos en el 25 de Mayo, quien abre el festival, y ella, que lo cierra, todavía no sabe bien qué va a cantar, ni dónde, ni cómo.
Le divierte la ventana. Es un buen comienzo para esa mañana, una conexión con la dimensión en la que necesita obligadamente entrar: la urbe, la gente, ese ritmo de vida agotador, los mitos y leyendas que por allí se esconden y las historias que en ese mismo instante están plasmándose en ese pasado común, las cosas de las que habla el tango, la mística de la ciudad capital. Y hoy sábado 14 de agosto, encuentra como por arte de magia el puente hacia el mundo del tango con el festival y mundial dando sus inicios, con el recuerdo de Abó Ada y sus raíces migratorias, y con esa tormenta del otro lado de su ventana, que pone en evidencia el funcionamiento de la vida porteña, y su inevitable sometimiento a la naturaleza.

“Rara,
como encendida,
te hallé lloviendo,
linda y fatal...”

martes, 7 de septiembre de 2010

Nosotros sí somos heroes


Su cerebro estaba recargado, saturado. Más que pensar, sentía. Los minutos morían con cada paso de la espiral de tiempo que hilaba nuevas esperas en su muñeca. Más que pensar, sentía. Pasarse de la raya al tumulto de materia gris la precipitaría a la cobardía. Así que mira al mundo a través de los cristales de esta fiera de metal para que el vaivén la sumerja en sueños que distraigan a la mancha de polvo amenazante que vacila en acercarse a la fisura en su retrato. Fisura causada por la muerte de los minutos.

Para poder elevar mi alma al mundo de los inmortales debía superar los obstáculos y llegar a tiempo al paraíso de los iluminados antes de la puesta de sol. Sabia que no sería una tarea fácil pero debía demostrarles que se equivocaban. Mi esfuerzo sí valdría la pena.
Tomé mi cantimplora, mi sombrero y mi morral para emprender el largo viaje. Tomé coraje, bajé el cierre y salí de mi refugio. Observé a mí alrededor y noté que la mañana no me acompañaba en sentimientos. El cielo estaba nublado y formaba una gran sombra sobre la selva.
De repente escuché sigilosas pisadas atrás mío. Volteé para mirar y la vegetación se corrió para descubrir al primer ser extraño del día. Tenía el aspecto de un niño de ocho años pero no lo era, sino que me visitaba una de esas criaturas de la selva que guían a los viajeros a cambio de favores. Se movía velozmente y divertido a mí alrededor como si hubiera ingerido miles de energizantes.
- Hola ¿Cómo estas? ¿Así que te diriges al paraíso de los iluminados? ¿Cómo te llamas? ¿De donde sos? ¿Es esto un juguete? –
Inspeccionaba mi cantimplora como si fuera un larga vista y hablaba tan rápido que desorientaba.
- No es un juguete. – Se lo retiro de las manos luego de ver un ágil movimiento de martillo. – Y sí, me dirijo hacia allá ¿Cómo lo sabes? ¿Cuál es tu nombre?-
- Vos sabes que yo se todo y tengo muchos nombres, puedes llamarme como quieras.-
- Entonces ¿Me dirás como llegar?- Extendió la mano con cara de inocencia y miró para abajo. Yo le acerque mis últimos caramelos de cereza.
- De acuerdo. – Los tomó y devoró. – Yo te guiaré en tu recorrido. Hasta luego. – Y de la nada se esfumó.
- ¡Se suponía que ibas a ayudarme! – Me encontré solo gritándole a la selva. No podía creerlo, me había estafado.
Con mi machete fui haciéndome paso entre la maleza. El calor era incesante, mi sudor caía rápidamente por mi frente y no faltaban las paradas en las que mis dudas empujaban mi cuerpo a retroceder. Pero había algo en mí que no me dejaba y seguía adelante por algo que a simple vista parecía involuntario. Al pasar las horas me dí cuenta que nunca llegaría a tiempo si seguía a pie.
- Es por el otro lado. – Dijo una voz a mi oído. El niño volvió a aparecer.
- Claro que no. Tengo que seguir al sol. –
- Solo echa un vistazo. –
- Un vistazo ¿Para qué? ¿Cómo confiar luego de que devoraste mi alimento y desapareciste? Se suponía que tu especie no mentía. –
- Y no lo hacemos, dije que te ayudaría y eso hago. Hecha un vistazo. –
Algo en mi instinto me dijo que era sincero. Luego de un par de metros llegué a una pradera y en ella pastaba el caballo más hermoso que jamás haya visto. Su pelaje era dorado y su presencia imponente. Si lograba montarlo podría llegar a tiempo. Pero el potro tenía su orgullo y se empecinaba en ser libre, hasta que finalmente lo logré. Mi pelo era una ola atrás de mi cabeza, mis ojos apenas podían entreabrirse y la selva era solo un reflejo de materia verde a la distancia que al final se ausentaba para dar paso a la playa y al fin al puerto en la distancia.
- Suerte. – escuche su vocecita por ultima vez en mi oído.
Estaba repleto de gente pero no se oía ninguna muchedumbre. Todos eran indiferentes y silenciosos. El único sonido posible era el rozar del viento con las inmensas velas, tan altas como un edificio de diez pisos. Todos tenían una expresión de distracción y simple indiferencia hacia los demás seres, como si no se percataran de estar acompañados. Para no cortar con el “espíritu” del ambiente los imité. De repente una voz poderosa grito – ¡Leven anclas! – Era el capitán. Era él. No podía creer que fuera él el capitán de la nave. Rodrigo había sido mi compañero en muchas otras excursiones y aventuras. Siempre lo compartíamos todo, siempre enamorada de él en silencio. Pero luego de que lo trasfirieran nunca más lo había podido ver. Encontrarlo en estos momentos fue un soplo de esperanza a mi corazón, algo en mi me decía que lo lograría.
El viaje llevaba solo unos pocos minutos en alta mar cuando algo sacudió el barco desde las profundidades del océano. El capitán me miró con ojos asustados, me ocultó detrás de una escalera y corrió al timón para corregir la dirección y esperar lo peor. Mis ojos no podían creerlo. Era inmensa, aterradora y bella al mimo tiempo. Se elevo muy por encima de las velas liberando un sonido aturdidor que jamás había escuchado antes. Una helada brisa invadió todo mi cuerpo y algo me ato al piso sumergiéndome en mis propios abrazos. El monstruo que parecía una serpiente gigante agitó el barco una vez más antes de sumergirse. En ese momento intente correr a los brazos de Rodrigo pero resbale y caí por la escalera. Lo último que recuerdo fue la voz de mi capitán gritando mi nombre.
Desperté mareada y aturdida. Me tomó unos largos segundos recordar lo que sucedió y por ende tomar conciencia de donde estaba. Lo primero que vi fue un cielo tormentoso sobre mí ser. Sentí arena bajo mis maltratados brazos. Me levante lentamente y vi a un mar feroz que amenazaba con tragar la playa en cada ola. No sabía donde estaba el barco, no sabía donde estaba Rodrigo ni los demás pasajeros, temía lo peor pero no quería pensar, solo sabía que finalmente había llegado a la isla.
El tiempo se agotaba. Corría en dirección recta, sin conocer el camino, sin tener una guía. Mi cuerpo parecía derrotado pero ya estaba en este lugar asi que tome mayor velocidad. En medio de esa selva oscura, pude divisar la inmensa cueva que dictaría mi sentencia. Me tomé unos segundos y me acerqué con toda seguridad a paso lento.
- Debes de ser muy valiente por haber llegado hasta acá.- Me dijo una voz que surgía como eco desde las entrañas de la cueva. – Sabes que hay un precio para la inmortalidad y convivir con los iluminados. – Mientras decía estas palabras delante mío se mostraban como en un proyector los diferentes rincones del paraíso: jardines llenos de diferentes flores, árboles a la distancia, sierras envueltas en el más sublime verde y cascadas por doquier que brillaban con el resplandor de un despejado día. - Podrías ganar pero si te equivocas terminarías por caer en el mundo de los desdichados. – El piso fue cayendo bajo mis pies como holograma. Esta vez no había flores ni cascadas, sino gente gritando e intentando agarrar mis piernas para salvarse de las ardientes llamas. Sus gritos me sumergieron en el terror pero al poco tiempo supere mi cobardía.- Tu enigma es el siguiente…

Tomó conciencia cuando una mezcla de ansiedad y adrenalina la hicieron bajar de las nubes para caer como rayo al mundo de los vivos. Despertaba desorientada. Tuvo miedo en una fracción de segundo por la posibilidad de haberse pasado de lugar en el espacio. Decir no con énfasis era una expresión parecida a su inspección del lugar. Dejó atrás el sobresalto y resopló tranquila en un rincón.
La costumbre de la llegada tarde es la peor carcelera para los nervios. Y estas neuronas habían pasado por una sobrecarga eléctrica tan fuerte que el viaje de hace unos minutos se veía reflejado en sus hombros. Ese reflejo la dibujaba a ella tomando coraje para abrir la puerta de salida al exterior, su punto de partida; caminando dudosa al lado de un miedo infantil que la perseguía; llegando a la parada para esperar el nuevo colectivo 203 dorado, el cual parecía no querer asomarse; pisando firme en la estación de tren junto con gente de rostros desanimados. Sólo el rostro de Rodrigo, su ex compañero encontrado entre la multitud, parecía caído del cielo luego de que su espíritu se empezara a doblegar ante la cobardía. Alguien que sabe que muere, muere doblemente. Él parecía un farol ante la oscuridad que imponía las sombras de las nubes de esta mañana. Él iluminaba los escalones de la gran chatarra mecánica a la cual temía abordar. Tiempo después un personaje de rostro desanimado cae, no estaba en estado crítico pero sí estaba herido, era un accidente que tomaría unos largos minutos solucionar. Sobre el hombro de su ex amigo de aventuras ella perdió la conciencia tan profundamente que no sintió el rozar de sus labios en su frente como señal de despedida.
Y ahora que abrió los ojos “Ortiz” decía el cartel que la acercaba cada vez más al territorio de los desafíos intelectuales. Saltó fuera de la fiera de metal para jugar una carrera contra la hilacha de tiempo que quedaba. “Tarde” dictaría una sentencia pronunciada por el eco de una voz sabia dentro de la inmensidad de la sala. La hoja y la birome no fueron sus herramientas aliadas y el fracaso sería su inminencia. Un año más de cultivo obligatorio para llegar a la victoria. Un año más de prisión intelectual, aun había mucho que aprender en la universidad.